cueRtos

sábado, febrero 12, 2005

Arrepentimiento


-Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción.
El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí.
-Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía.
-¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía.
-¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía.
-Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?...
Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.