cueRtos

sábado, febrero 12, 2005

El tango que me llevó


Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto. Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé presuroso y la encontré llorando.
Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo.
Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija había percibido mi ausencia.
Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería.
Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un tango. De tras la pared me contestó el eco -eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y otra vez repetí frases del tema ("Vuelvo al Sur"), para provocar al eco. Me quedé pasmado, ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que iniciara, hasta agregar una estrofa completa.
En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que hacía tiempo me quería conocer. "Al sólo efecto de participarle" la rara situación, lo llamé. Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años.
Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos, todos ellos gente muy agradable.
Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas.
Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head. Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención -que no incluían al presente- y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera.
Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su criterio, el "estudiante de magia" que reproducía mi voz desde el interior de la casona en ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un modo artero las energías de la tierra.

Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar, en la Costa del Marfil, mientras cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien; tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros. Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así.
Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango.
Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso -aunque tampoco dispongo de un centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino, entonces, que llorar.